Universidad
de Buenos Aires: ¿qué
hacer?
FOTO:
El rector Guillermo Jaim
Etcheverry, de http://www.uba.ar
Las causas de la furiosa
crisis política desatada
en la UBA por la elección
de rector no se agotan en
los oscuros antecedentes
del candidato que, por el
momento, ha juntado una
presunta mayoría
de votos. Tampoco, como
sostienen algunos, en los
supuestos "excesos"
de una turba estudiantil
vista como descontrolada
e, incluso, como "antidemocrática".
Ninguno de estos argumentos,
ni mucho menos su combinación
bajo la falaz síntesis
de "los dos demonios"
sirven para explicar la
crisis actual, cuyas causas
son, lamentablemente, más
profundas y de más
largo aliento. Causas cuya
envergadura supera, con
mucho, el ámbito
universitario.
La Universidad no fue ajena
a los avatares que atravesó
la sociedad argentina durante
los últimos treinta
años de sistemática
desindustrialización
productiva y de creciente
pauperización del
grueso de los trabajadores;
por el contrario, su actual
semblante es un fiel reflejo
de ese proceso. Así
como no es en modo alguno
casual que la añorada
"edad de oro"
de la universidad haya coincidido
con una etapa de fuerte
crecimiento de la industria
en el país, tampoco
lo es que la larga y agónica
decadencia en que está
actualmente sumida se produzca
en un marco de retroceso
y estancamiento.
A
mediados de la década
del setenta, la trayectoria
de crecimiento económico
se interrumpe y se abre
una etapa de devastación
social. En los sesenta,
la universidad se había
distinguido por la producción
de científicos y
profesionales, pero también
por ser una usina de pensamiento
crítico. De su seno
salió buena parte
de los jóvenes que
se propusieron transformar
a la Argentina de raíz.
Pero luego las nuevas condiciones
económicas ya no
requerían más
ciencia para alimentarse.
Tampoco había lugar
para las profesiones liberales:
el médico con consultorio
propio, el contador, el
abogado, el arquitecto independiente,
eran reemplazados por grandes
empresas con empleados asalariados
y sueldos miserables. Y
el pensamiento crítico
se convertía en el
peor enemigo del sistema
político que dirigía
estas transformaciones.
Sin
embargo, las puertas de
la Universidad no fueron
cerradas abruptamente. Las
nuevas condiciones se fueron
imponiendo de una forma
casi imperceptible, solapada,
pero sistemática.
En un marco de ajuste fiscal
permanente, la UBA fue sometida
a la lenta tortura del ahogo
por estrangulamiento presupuestario.
La aritmética es
simple y perversa: hoy,
con casi 400.000 estudiantes,
su presupuesto no pasa de
los 350 millones, es decir,
menos de 1000 pesos anuales
por alumno. El 95% de ese
presupuesto se destina a
pagar a los sueldos de sus
30.000 docentes, lo que
significa menos de 700 pesos
mensuales por docente. La
investigación, por
su parte, está directamente
condenada a muerte. El interrogante
no es, entonces, por qué
la UBA atraviesa serias
dificultades, sino, lisa
y llanamente, cómo
hace para seguir funcionando.
Con todo, esta explicación
contribuye a la comprensión
del marco general de los
acontecimientos, pero no
aun de la particular naturaleza
de los actuales enfrentamientos.
La
UBA sobrevivió a
estos 30 años de
ahogo, recientemente agravado
por la inflación
posterior a la devaluación.
Y sobrevivió de manera
darwiniana; adaptándose
a su nuevo medio. Los recursos
públicos no llegaban,
así que al principio
tímidamente, y luego
con salvajismo, la Universidad
salió a la caza (y
a la pesca) de todo tipo
de recurso, proveniente
de todas las fuentes imaginables.
Y el irónico eufemismo
no se hizo esperar: a esta
virtual privatización
se la llamó "modernización".
Los negocios académicos
o directamente privados
se colaron por cada pliegue,
penetrando en cada poro
del funcionamiento de la
universidad. Algunas Facultades,
claro está, tenían
más artículos
para vender que otras. La
Facultad de Ciencias Económicas,
por caso, abrió una
agencia de empleo ofreciendo
"a la venta" a
sus 60 mil estudiantes para
trabajar en negro en empresas
o en el Estado a cambio
de una comisión para
la UBA (bajo el nombre de
"pasantías").
Otras se convirtieron en
consultoras de todo pelaje,
o vendían cursos
de idiomas, o alquilaban
inmuebles e instalaciones
deportivas. Incluso se vendieron
espacios públicos
y aulas para que los privados
pongan publicidad. Aun más;
cada vez con mayor fuerza
fue instalándose
también el arancel
directo, a través
del cobro de bochazos, ausentes,
títulos y trámites
varios. Más adelante
apareció el negocio
de los posgrados arancelados
(el Estatuto no decía
"literalmente"
que debían ser gratuitos),
los que empezaron a proliferar
con febril algarabía.
Como no había, definitivamente,
fondos para investigación,
cada investigador debió
salir a ofrecer sus "productos"
al mejor postor, sea nacional
o extranjero, público
o privado. A esta altura,
el viejo principio de gratuidad
había pasado a la
historia, llevándose
consigo a su compañera,
la autonomía. Una
universidad condenada a
mendigar recursos externos
no tiene, no puede tener,
libertad de investigación.
No es autónoma porque
sus líneas "dependen"
del financiamiento externo,
condicional y condicionante.
La
consolidación de
las famosas "camarillas"
responde a este movimiento
de mercantilización.
La generación de
"recursos propios"
cada vez más cuantiosos
–no sujetos a reglamentación
estatutaria – dio
lugar a todo tipo de componendas,
prebendas, acuerdos, cuando
no a grupos con accionar
cuasi-mafioso que se disputan
las cajas (la Facultad de
Económicas llegó
a tener una facturación
que triplicaba los fondos
públicos). Y a la
vez, produjo una profunda
fragmentación entre
los docentes: por un lado,
los recursos "limpios"
y genuinos son mínimos,
y sólo alcanzan para
un grupo pequeño
que estableció los
mecanismos "legales"
para su reproducción;
por otro lado, los recursos
"negros" se distribuyen
"a dedo", según
criterios puramente "políticos".
Mientras tanto, la gran
masa de los docentes dicta
sus cursos gratuitamente
o cobrando salarios de hambre.
A modo de ilustración,
basta recordar que el sueldo
docente más alto
en la universidad no llega
a los 2.500 pesos, una suma
menor a la de cualquier
obrero industrial calificado.
Esta estructura de castas
tiene, además, su
correlato en el sistema
electoral. El Estatuto de
la UBA le da voto a los
docentes concursados; cuando
ese Estatuto se aprobó,
en los sesenta, la mayoría
lo eran, pero hoy sólo
un porcentaje mínimo
puede votar. En la Universidad
rige el voto calificado.
Así, en los hechos,
tampoco está vigente
el espíritu del cogobierno.
El
menemismo generó
al interior de la universidad
su contrapartida, el llamado
"shuberofismo".
En aquella época,
la oposición al gobierno
permitía abroquelar
políticamente a los
profesores y estudiantes
para defenderse de los ataques
externos. Mientras tanto,
se afinaba y extendía
la privatización
encubierta de la UBA. Bajo
el rectorado de Shuberoff
se multiplicaron los negocios
privados, los "quioscos"
y los "convenios"
de toda índole. Por
su parte, los centros de
estudiante controlados por
Franja Morada se convirtieron
también en "empresas
de servicios" con facturaciones
millonarias. Se intentó
incluso acortar todas las
carreras y, para captar
más fondos, se abrió
la puerta a los organismos
multilaterales de crédito.
Con el estallido del gobierno
de la Alianza en 2001, el
radicalismo en retirada
debió ocultarse,
y esto incluyó también
al espacio de la Universidad.
Pero que quede claro: las
camarillas siguen vivas.
En el gobierno de Etcheverry,
el rectorado perdió
su hegemonía sobre
los negocios de las Facultades,
fue impotente para desarticularlos
e incluso para denunciarlos;
pero éstos siguieron
y siguen viento en popa.
La
encrucijada actual parece
ser la siguiente: por un
lado, las viejas alianzas
del shuberofismo lograron,
hasta cierto punto, recomponerse,
en particular en las Facultades
más mercantilizadas
y profesionalistas. Por
otro lado, en otras Facultades,
la ecuación comenzó
a modificarse, impulsada
principalmente por la renovación
del claustro de estudiantes.
La confrontación
toma hoy formas tan violentas
porque el proyecto de recomponer
la vieja sociedad de negocios
necesita, para imponerse
nuevamente, aplastar al
movimiento estudiantil y
docente organizado, acallando
a toda la oposición.
Del otro lado, el proyecto
de "desprivatizar"
y democratizar la UBA para
devolverle su carácter
público, gratuito,
cogobernado y crítico,
no se resuelve, a esta altura,
con pequeños retoques
de maquillaje. Esta crisis
es entonces síntoma
de una necesidad, presentida
desde hace años,
y ostensible hoy: la transformación
de la UBA requiere un cambio
de raíz. No olvidemos
que en 1918, para reformar
los estatutos y disolver
las camarillas, hizo falta
tomar la asamblea universitaria
y arrojar a su rector por
la ventana. Esa reforma
fue, en rigor de verdad,
una revolución en
la Universidad.
Axel Kicillof
Profesor Regular
Investigador Titular
Nota enviada
por la Agencia Rodolfo Walsh.
Bs. As. 29/4-2006